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¡Bim! ¡Bam! ¡Bum! “Tongolele” y los destellos de la vida nocturna limeña (50s-60s)

Escribe: Oscar Huaroto

A principios de los años 50, Lima era una ciudad pequeña con servicios medianamente extendidos para las clases altas y medias. Muchos abrigaban el proyecto urbano-criollo de hacer de la capital una “ciudad jardín”, unitaria, gratificante. Cuando en realidad, ya para entonces, era un espacio múltiple y diverso, en donde comenzaban a activarse los poderosos fermentos que iban a cambiar absolutamente su rostro: la migración andina; la intempestiva, espontánea y caótica urbanización; el hacinamiento, las nuevas formas de conflictividad, la alfabetización como disparador de la movilidad social, la aculturización y otros fenómenos sociales trascendentes.

Paradero en Avenida Nicolás de Piérola, 1959.

Detrás de su desvencijada arquitectura (bajo un cielo neblinoso que vuelve malos a sus habitantes, según el novelista Luis Loayza) en Lima convivían la modernidad y la tradición; la pacatería y los arrebatos y las luces de los espectáculos locos, nocturnos, cabaretescos, bohemios cuando no prostibularios. Lima, por su estratégica posición geográfica y por su propio proceso interno, devino en una ciudad divertida; donde los placeres burgueses (o clase medieros) habían triunfado por sobre los vicios privados de la aristocracia; donde la radio y el cine marcaban el paso de un proceso de urbanización, que cabalgaba varios cuerpos por delante del proceso de industrialización.

Club «Negro Negro», 1952.

Hasta nuestros poetas y pintores construyeron su propio “barrio latino” parisién en el Centro de Lima. Poblado de mujeres espléndidas, hechas a imagen y semejanza de sus sueños más salvajes: las veían caminar por las calzadas, desde las mesitas de los históricos Palermo, Zela, Haití, Crillón, Café de París, etc. Las veían bailar frenéticamente –tarde en la noche- en los escenarios del Negro Negro, El Embassy, Las Tinieblas, El Olímpico, El Cotillón, El Palmero, El Tumi, El Chalán, el Beverly, el Monumental. Nuestras versiones de El Tropicana, El Patio, El Camerino, el Teatro Fru Fru, el Teatro Blanquita, el Teatro Esperanza Iris, El Cadillac y El 77, los “sitios” de las interminables noches en La Habana y Ciudad de México, respectivamente.

Aquella era una Lima barrial, “Matancera”; de radioteatros y cine mexicano; de acompasados boleros, ya en la interpretación sentimental de Los Panchos, ya en la interpretación aguardientosa (casi casi de arrabal) de Daniel Santos. Aquel era un tiempo en el que la playa limeña de moda –la más exclusiva– era “La Herradura”; con una geografía humana específica, en razón a los maravillosos cuerpos de mujeres turgentes, descomunales que lucían los primeros bikinis. Ellas se paseaban por la orilla, o por el malecón delante de carros inmensos y cromados, despertando la libido, la angustia y el deseo de bañistas –que mientras retozaban dentro de sus autos– pensaban en lo cerca y lo lejos que estaban de poseerlas.

La Herradura, 1956.

Fue ese un tiempo de celebración del “asistencialismo”; de la “cultura criolla” –como bien refiere Hugo Neira– donde el prestigio social provenía del ejercicio continuo del estereotipo del hombre fuerte, del pendejo, del macho (tipo el “General de la Alegría”, o sea Manuel A. Odría). En tanto los bajos precios de los artículos de primera necesidad, los programas de construcción de viviendas y la abundancia en general se correspondían con el dicho popular “la carne está botada en Lima”: las buenas hembras –rubias, “chinas” o morenas– se entregan con placer y frenesí a ese terrible ritmo llamado Mambo; que Benny Moré, el “Bárbaro del Ritmo”, invocaba celebratoriamente: “¿Quién inventó el Mambo que me provoca?….¿Quién inventó el Mambo que a las mujeres las vuelve locas?”. La Lima de los 50 no podría evocarse sin Pérez Prado, sin la radio, sin el Cine Mexicano que inventó el baile (gracias al cómico «Resortes»). Y, fundamentalmente, sin las estupendas “rumberas”, “mamberas” o “vedettes” que poblaron el espectáculo limeño y latinoamericano de entonces.

Aviso de boite “Copacabana” (1964)

La palabra “vedette”, en francés, significa “estrella” de un espectáculo. Una vedette siempre es una bailarina, aunque puede también cantar, actuar, etc. Suele mostrar su cuerpo de forma sensual, pero, generalmente, procurando que no resulte pornográfico para que los menores de edad puedan asistir al espectáculo, o para que, al menos y en la medida de lo posible, nadie se escandalice demasiado. La vedette suele actuar acompañada de un grupo de bailarinas y bailarines, de actores cómicos, etc., una gran producción llena de plumas y lentejuelas. Fueron y son generalmente respetadas y valoradas como artistas, si bien de un género que suele considerarse como menor, y que no tiene un prestigio cultural comparable, por ejemplo, al ballet y ni siquiera, salvo excepciones, a la comedia musical.

Club Nocturno “Negro Negro”, 1953.

En la década del 50 las vedettes, a las que llamaré de aquí en más “mamberas”, comenzaron a tener una presencia significativa en el show business latinoamericano. Acaso como una derivación lejanísima de los ardores provocados a principios de siglo por Josephine Baker en Francia, Tita Merello en la Argentina o Lillie Langtry en Nueva York. Todas las “mamberas” fueron hijas putativas de esa hembra espectacular llamada Yolanda Ivonne Montes Farrigton, o simplemente “Tongolele”; una belleza exótica nativa de Washington D.C, de ascendencia tahitiana y de cabellos largos, negrísimos, con un mechón cano incrustado en ellos; de inmensos ojos caramelo y caderas de fuego, “Tongolele” bailaba descalza en los mejores escenarios de los Estados Unidos cuando era una adolescente superdotada físicamente, tan pronto terminada la Segunda Guerra Mundial. Los ritmos afrocubanos que interpretaba frenéticamente decidieron a Dámaso Pérez Prado a reclutarla en su troupé que, a finales de la década del cuarenta, viajaría por todo el mundo y conquistaría. La piel suave y canela de “Tongolele” lo sedujo, sin duda alguna.
“Tongolele” como casi todas las “mamberas” de aquellos años fueron actrices de cine y brillaron en los principales centros nocturnos de Ciudad de México, Acapulco, La Habana, San Juan, Río de Janeiro, Panamá, Caracas, Buenos Aires y Lima. Nombres como María Antonieta Pons, Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Amalia Aguilar, Lilia Prado, Rosita Fornés, Meche Barba, las Dolly Sisters, fueron las principales atracciones de los cabarets de esos años. Mujeres sólidas, descomunales; auténticas muñecas de carne, de medidas infartantes, gracia y plasticidad soberana; que posesas por el demonio de la música caribeña y al son de los tambores y de las invocaciones selváticas de los músicos y cantantes, llenaban de pasión las más encumbradas pistas de baile. Y, por supuesto, el corazón de los espectadores y parroquianos que las deseaban intensamente.

Boite del Hotel Bolivar, 1955.

En Lima, también tuvimos un starsystem mambero. Derivación inevitable del cine mexicano de esos años, todo pudo haber comenzado con los espectáculos organizados por el periodista y manager Guido Monteverde, léase “El Campeonato Mundial de Mambo” en la Plaza de Acho o su famoso show de las “Bikini girls”, patrocinado por el Diario Última Hora y el periodista Raúl Villarán, nuestro “Ciudadano Kane”. Ya entrados los años sesenta, los espectáculos de Guido Monteverde experimentarían una decadencia significativa, como por ejemplo el show de las “Parampampám” o las “Bim-Bam-Bum” que eran un grupo de féminas opulentas, bailarinas, con una apreciable catadura nacional, que colmaron los cosos, carpas y estadios de Lima, el Perú y balnearios. A juicio de Guillermo Thorndike y de César Hildebrandt, el espectáculo comenzó a descuidarse progresivamente y no resistía las comparaciones; al extremo de que las bailarinas a veces lucían medias de nylon rotas o sucias.

Pero siempre hay una primavera en todo proceso. Y luego del Campeonato Nacional de Mambo organizado por Monteverde en 1953, comienzan a consolidarse los nombres de hembras notables, grandísimas leyendas urbanas. Tal es el caso de Betty Di Roma, “la Gata”, hija de un comerciante italiano afincado en el Callao quien jamás aplicó un nombre artístico… Di Roma era su verdadero apellido; o la que –a juicio del añoso periodista Juan Gargurevich– fue la mambera más exótica y carnosa, “Mara La Salvaje”, cuyo verdadero nombre era Alejandrina Población (con una población de admiradores detrás de ella); o la alegre y coqueta Consuelo Loyal Cavallini, más conocida como Anakaona, quien en la vida real era una contorsionista de un circo chileno. Las tres pusieron a Lima de vuelta y media –y a sus pies− con sus bailes ardientes, desinhibidos y llenos de gracia, con vestuario mínimo, lleno de brillos. Portentosas, protagonistas de romances sonados, de noches interminables, de luces de mil colores y de la alegría de los cabarets alternaron con otras deliciosas vedettes como Taboga, la uruguaya Eda Lorna, las hermanas Rivual, Maité Del Mar (striptisera española) o Teresa Dávila. Ellas fueron las diosas del amor en Lima. Y estoy convencido que no volverán.

“Y suena y resuena el ritmo caliente de la Macumba. Eda Lorna se cimbrea y contorsiona ante la mirada anhelante de los espectadores. Se produce una suerte de silencio religioso, mientras en las sombras ondulan las caderas de Eda Lorna. los ojos de Eda Lorna, la cabellera a Eda Lorna. La sombra a Eda Lorna. Así van las cosas por el Tico Tico”. –Boletín Lima Nocturna (1955)

El mambo y las “mamberas” prosiguieron por muchos años más, hasta más o menos 1965. Entonces el timming urbano era otro. La modernidad estaba asociada al “Rock ‘n’ Roll, a la “Nueva Ola, a la canción italiana y a la balada. Como decía “Resortes, la juventud se olvidó de bailar por mucho tiempo. Y Betty Di Roma, Anakaona y Mara ya no tenían espacio para desplegar su belleza. Solo habitaban en la memoria y en el corazón de quienes las vieron en su esplendor, las amaron con locura y nunca las olvidarán. El espectáculo ha cambiado y debe seguir. ♦♦♦

En 1949, en un cabaret de México D. F., Yolanda Montes, una adolescente menuda, hija de una francesa tahitiana y de un sueco con raíces españolas, tuvo un mérito histórico: enseñar por primera vez el ombligo, que en aquella época marcaba la frontera entre lo bueno y lo malo. Tras el escándalo, surgió la leyenda de Tongolele. Llegó a Lima por primera vez en 1951 y no sólo sus ojos verdes sino aquella cintura electrizada que conservó muchos años, justificaron su fama. Regresó a Lima en 1974 para una nueva temporada en nuestra capital y brindó esta entrevista para la revista Caretas.

Nací en Washington, de madre franco-tahitiana y de padre sueco-español. A los 7 años me llevaron a California y ahí, a los 14, estuve en un ballet tahitiano. Un día Miguelito Valdez, que trabajaba con Xavier Cugat, me vio y quiso contratarme para bailar rumba con la orquesta. Yo no acepté porque no quería ser parte del del corado: Cugat usaba a las mujeres para lucirse él. Fue en Beverly Hills, después de fracasar en un ballet afro-cubano, que conocí a Toña La Negra y a Juan Bruno Tarraza. De ahí no paré hasta México. El comienzo fue muy triste. Ensayé semanas para un show que fue un fracaso y en el que no pude debutar porque me enfermé de hepatitis. Después fue que conseguí trabajo en el “Follies Bergere”, de México. Ahí estuve dos semanas. Ya me llamaba “Tongolele”. Me dijeron que buscara un nombre exótico —como bailaba una mezcla rara de tahitiano con afro— y entonces pensando y pensando dije: hay unas islas Tongas en Polinesia, entonces… ¡Tongolele!

La comida en México me daba urticaria, me picaba todo el cuerpo y ahí estaba yo desesperada hasta que me vinieron a ofrecer trabajo en el “Club Verde”, que era un cabaret de segunda, con ficheras—¿sabe lo que son ficheras, no?—. Yo fui con mi mamá y al principio no acepté, pero después dije que sí, total, yo no iba a hacer fichas. Ahí nació mi fama, todo mi nombre. El cabaret se repletaba todas las noches para verme y llegaba gente de otros lugares de más categoría, artistas de cine, todo el mundo con frac, era la locura.

Tongolele durante show en Lima en 1974, con su esposo, Joaquín González.

Después me contrataron para el “Makao”, que era un poco mejor. Los del “Club Verde” se pusieron celosos y cuando Estaba por irme al “Makao” me robaron los tambores y me hicieron 21,000 maldades. Cuando debuté en el “Makao” iban y reventaban bombas nauseabundas o ponían vidrios en la pista. En esos tiempos los empresarios se hacían la guerra divinamente. Eran los tiempos de las exóticas, todas eran exóticas. ¿Usted sabe que yo fui la primera que enseñó el ombligo? Claro, hombre. Con Ninón Sevilla, con María Antonieta Pons, las rumberas bailaban con truza. Enseñaban las piernas, pero ahí no más. Yo fui la primera que me descubrí el ombligo y había que ver el escándalo. Yo no podía entender por qué el ombligo era tan malo. Tenía sólo 16 años y había falsificado mis documentos para que me dejaran trabajar.

Yo venía de los Estados Unidos, donde el short era la vestimenta de mi generación, igual que el traje de baño de dos piezas. Así me vestía y cuando actué en Mérida —capital del estado de Yucatán— me detuvo el ejército por exhibicionista. Fue así que innové el traje de la rumbera. Bajé la falda hasta debajo del ombligo, abrí al costado para dejar libre las piernas, obviamente sin medias. En fin, que cuando actué así en 1954 en Buenos Aires, fue el escándalo total.

Tongolele en portada del boletín “Lima by Night” (1955)

Después estuve en el “Tívoli”. Y de ahí como estrella al “Follies”. Ya ganaba 1,000 pesos, imagínese. Había empezado con 60… Bueno, después Cuba, el “Tropicana” y un montón de países. Esa es mi vida. Dicen que por qué me he conservado tan bien. No creo que tan bien. Pero supongamos que sea cierto. En el ambiente no se puede llevar una vida metódica. Y no como hierbas, no me echo cremas raras, no tomo vitaminas. Como de todo y no duermo muy bien que digamos. Eso sí, tomo muy poco y no fumo. Pero no creo que eso sea “la clave” de nada. Lo que pasa es que bailo, que sigo bailando. Y eso es lo que más me gusta. Quiero decir, lo único que sé hacer. El día que deje de bailar, estoy segura que se acaba todo…

Yo no sé lo que bailo. Es una mezcla de todo. Pero siempre está lo tahitiano. En Europa los empresarios no sabían como venderme. Decían: usted no es rumbera, no es mambera, no baila danzas orientales. Y es verdad. El mío es un baile nativo con dominio muscular. Cada pieza es un reto y yo siempre improviso. Me gusta probar mis músculos, me gusta jugar con mi cuerpo. No puedo bailar rutinas, uno-dos-tres, me volvería loca. Me encantan los ballets folclóricos, sobre todo los africanos. No me pierdo ningún documental. Así se aprende ¿no?

Tongolele debutó en Lima el año 1951 en el renovado local nocturno “Moulin Rouge” en la calle Belén (cuadra 10 del Jirón de la Unión).

A mí siempre me llamó el baile. Quizá sea porque mi abuela, la tahitiana, bailaba muy bien. Increíble mi abuela, muy alegre, murió a los 95… A mí me gusta la tranquilidad, no crea que todo es papapín papapán, me gusta estar en mi casa, pintar al óleo —pinto muy mal pero me gusta–, me gusta leer. No, no ponga esa cara. Muchos creen que las bailarinas somos puro cascabel. Yo leo muchas novelas. Ahora último he leído a Irwing Wallace y ahora estoy leyendo “Archipiélago Gulag”. No sé por qué la gente nos cree tan artificiales. A mí me encanta bailar, cuando termino quiero salir corriendo del cabaret, quiero vivir mi vida. También escribo. ¿A que usted no sabe que soy periodista? Escribo para la revista “Temas”, de Nueva York. Soy su corresponsal de Espectáculos. Entrevisto a artistas y mando las notas…

Me disgustan muchas cosas. Me disgusta el hígado, la informalidad, levantarme temprano, el pesimismo, me disgusta amanecerme —tengo que acostarme a oscuras— y el bacalao, ese pescado que huele mal… Me gusta la playa, me gusta comer dulces, chocolates, me gusta estar con mis hijos, mis mellizos, me gusta el cine, me gusta Joaquín, que es el que toca los tambores y es mi marido.  Considero que el denudo no es lo más sexy porque mucho mejor es sugerir que mostrar todo. No doy mucho por los bailarines modernos, estos tienen que surgir del público. Nosotros comenzábamos desde abajo y era la gente las que nos hacía. Entonces el artista era más sincero y honesto. ♦♦♦

Por Fernando Flores Aráoz, publicado en la revista “Oiga”

A mediados de un frío invierno de 1951, un día sábado para ser más exactos, las marquesinas del Teatro Monumental de la avenida Venezuela titilaban en la oscuridad de la noche anunciando el debut de una compañía de revistas, las “Bikini Girls”. No importaba la garúa: cientos de personas formaban cola y pugnaban por ingresar al espectáculo que ofrecía el ritmo caliente de los bailes tropicales, al compás del nervioso bongó y del son de la orquesta. del maestro Benny Bustillos y sus “Havana Cubans”.

En menos de media hora el teatro quedó repleto. Tres periodistas del diario Ultima Hora, apostados entre bambalinas, no podían ocultar su satisfacción. Guido Monteverde, Carlos Wiesse Thorndike y Raúl Villarán, los empresarios, eran ya parte de la historia del periodismo y de la vida nocturna limeños. Más tarde dirigirían páginas deportivas y editoriales, y serían directores de diarios y revistas.

Las “Bikini Girls”, según recuerda Guido Monteverde, sólo habían tenido dos antecedentes en el país: la compañía de revistas de Carlitos Pous, aquel blanco cubano que caracterizaba a un negrito pícaro y danzarín, y la compañía brasileña “Trololó”, que pasó fugazmente por Lima.

La época tanguera de ”La Cabaña” y del “Pigalle” de la calle Virreyna, allá por los años cuarenta, había quedado atrás. Bohemios como Andrés ”Pichón de Pato” Archimbaud y el actor Angel Hernández “Mascafierro” (el que escenificaba la Pasión del Señor en Semana Santa con el desaparecido Pedro Ureta) se habían adaptado a los nuevos tiempos, aunque sin todavía perder su vestimenta y postura de compadritos: el abrigo azul marino, el sombrero oscuro y la impecable chalina blanca.

Guido Monteverde, crítico de espectáculos de Ultima Hora. 1962.

El mechón de Tongolele

La idea para formar las “Bikini Girls” vino con la sensual bailarina “Tongolele”, la del famoso mechón blanco, que movió las caderas en infinidad de películas mexicanas. Vino a realizar una temporada de presentaciones, a comienzos de 1951, acompañada por el empresario “Chato” Guerra. Guido Monteverde, a través de las páginas de espectáculos de Ultima Hora, hizo gran propaganda a Tongolele, quien llenó los teatros. Antes de retornar a México el “Chato” Guerra, en agradecimiento, quiso entregarle 30 mil soles –de esa época, no olviden– a Monteverde. El ofrecimiento no fue aceptado, pero sí el obsequio de un lapicero “Cross” que Guido guarda hasta hoy como un tesoro.

Fue el “Chato” Guerra quien les aconsejó a Monteverde, Wiesse y Villarán, en vista del éxito alcanzado por Tongolele, que formaran una compañía de revistas o de “varieté”. Los tres periodistas constituyeron la empresa, con un préstamo de Carlos Wiesse de 3 mil 500 soles, que fue pagado apenas en una semana de presentaciones a teatro repleto. La platea se cobraba a 7 soles 20 centavos. Las coristas ganaban 50 soles diarios y las figuras 100 soles.

Concurso de Mambo en la Plaza de Acho en 1951. Foto: Facebook.

Al ritmo del mambo No fue tarea fácil formar el elenco de las “Bikini Girls”. Los periodistas-empresarios, convocaron a un concurso de mambo, el ritmo inventado por Dámaso Pérez Prado, que hacía furor en esos años. El concurso fue ganado por una niña con cuerpo de mujer y un estilo endiablado para bailar: Betty di Roma. Iqueña de nacimiento, pero criada en el Callao, Betty no sólo cautivó con su danza sino también, entre otros atributos, con sus enormes y gatunos ojos verdes.

Betty tenía apenas 14 años de edad. (No había en esos años ni Juez ni Código de Menores). Diariamente, a las seis de la tarde, escuchaba puntualmente “La Hora del Mambo” que se propalaba por las ondas de Radio Libertad y se entregaba a danzar frenéticamente en su cuarto. Cuando se enteró del concurso, quiso participar y se encontró con la negativa de su madre. Betty, quien llevaba la música y el ritmo en la sangre –su hermano Alex era eximio pianista y su hermano Joe tenía una orquesta y era arreglista–, buscó la ayuda de su cuñada, casada con otro hermano, Antonio, y con su apoyo logró participar. El día del concurso no fue al colegio donde cursaba estudios, el Hipólito Unanue del Callao. El jurado no titubeó en declararla ganadora.

Damas y caballeros… ¡Anakaona!” (1953)

Cuántos lugares no recorrió Guido Monteverde en busca de otras figuras para completar el elenco de las “Bikini Girls”. En sus correrías logró descubrir a otras dos famosas mamberas de la época: Alejandrina Población, a quien le puso el nombre artístico de “Mara”, y Consuelo Loyal Cavallini, bautizada como “Anakaona”. Los nombres tenían que ser exóticos, llamativos, sugeridores.

A “Mara” la encontró en “El Rosedal” del Callao, rescatándola del bullicio y del humo infernal de los vaporinos. Y a “Anakaona” la descubrió en un circo- leyenda de los barrios limeños y de provincias: el ”Cavallini”. “Anakaona” era la atracción y trabajaba como contorsionista en el circo de su familia. “No sabia bailar, pero aprendió pronto bajo las enseñanzas del maestro de la coreografía, Rafael Ferreyra”, recordaba Guido Monteverde con cierta nostalgia.

Antes y después del debut eran agotadores los ensayos de cinco o seis horas. No era cuestión de salir y contonearse para mostrar el cuerpo. Los pasos de baile debían sincronizar con el toque nervioso del bongó del “Gato» o de “Leche Maranga”, entre otros que escapan al recuerdo.

Arriba: Largas esperas. Abajo: Anakaona en acción. (1964)

Desfile de estrellas

Las “Bikini Girls”, que luego se convirtieron en las “Cha Cha Chá”, “Param Pam Pam” y “Bim Bam Bum”, sirvieron para lanzar al estrellato a cantantes, bailarines y cómicos, así como para confirmar las cualidades de otros artistas del espectáculo como Antonio Puro, Alex Valle, Enrique Victoria, Tamara Brown –esposa de Alex– el maestro Victor Cuadros, entonces pianista de la compañía y hoy director de Sinfónica, entre
otros.

Alex Valle y Tamara Brown.

De las compañías de Guido y sus socios surgieron la impar “Fetiche” (1954), Edith Barr, Maritza Rodríguez, María Olivos, Los Morunos, Judith Acuña “Wara Wara”, los Indios Aguarunas, Robertha, Carmen Marina, Néstor Quinteros, Nancy Jara, Oscar Neyra, etc. Fue en “La Escalera del Triunfo” donde Augusto Ferrando se inició como animador en aquellos tiempos. Antes solamente había sido el astro de los locutores hípicos del país.

Gracias al espectáculo revisteril, llegaron a Lima artistas como Fernando Fernández, Olga Guillot, Xiomara Alfaro, Leo Marini, el barítono mexicano Ortiz Tirado, Tin Tan, Libertad Lamarque, el “chansonier” Mario Clavel, Toña La Negra, María Victoria, la inolvidable y bella bailarina uruguaya Eda Lorna, Naja Karamuru, la que danzaba con culebras que se enroscaban en su cuerpo.

Qué noches

Las revistas estimularon también la vida nocturna limeña. Fue la época del florecimiento de las “boites” y clubes, de una y otra categoría, donde estaba “todo Lima”. Los Prado, Uranga, Acuña, Chopitea, Fernandini y Picasso, así como jóvenes estudiantes universitarios de entonces y hoy destacados profesionales, eran asiduos concurrentes. Estaba de moda conquistar a las más rutilantes “vedettes” que llegaban a nuestra capital. Era parte importante del “prestigio” masculino de esos turbulentos años.

“Fetiche” (1959).

“Fetiche” se imponía no sólo en las revistas sino también en el “Grill Bolívar” y en el “Embassy”, boite que por entonces fue considerada la más elegante de Sudamérica y que administraba Carlitos Moreno. El 6 de abril de 1956, decía el diario Ultima Hora: “Fetiche rompió la discriminación racial en el Perú. És la primera cantante negra que actúa en el Embassy y su carrera ha sido breve y triunfal. Desde el 20 de abril estará en Santiago cantando en Radio Corporación, Bodegón y Capri”. De ella había dicho El Comercio, en la columna “Cortina de Humo”: “Fetiche, la morena y popular cancionista nacional, se ha impuesto en las preferencias de los aficionados a la música tropical”. ¿Saben quién escribía esa columna de espectáculos?, Nada menos que Mario Castro Arenas, luego Decano del Colegio de Periodistas del Perú. Era un joven reportero que visitaba las boites con Rilke y John Dos Passos bajo el brazo y todavía no usaba su infaltable pipa ni pensaba en dirigir diarios.

John Wayne y Pilar Pallete (1956)

El Pingüino

Los tres mosqueteros de la farándula (Guido, Carlos y Raúl) combinaron en aquellos años la compañía de revistas con la boite. Abrieron “El Pingüino”, en la esquina de Ocoña y Cailloma, donde luego funcionaría un comedor popular. La decoración del local fue realizada para el actor John Wayne, quien había llegado por primera vez a Lima, y la actriz peruana Pilar Pallete. Pilar era esposa del cazador norteamericano Dick Weldy, y obsequió a los dueños de “El Pingüino” dos sillas de piel de cebra. En “El Pingüino” surgió el flechazo entre Wayne y Pilar, quien poco después se separó de Weldy para contraer matrimonio con el actor de los recordados “western” y formar un hogar feliz en California por más de veinte años,

El público desfilaba por “El Pingüino”, el “Rex”, el “Bonjou” de la calle Amargura donde actuaron las rutilantes “Dolly Sisters”. Luego vendría el “Tico Tico” y el “Copacabana” de Bertha Ganoza, en la avenida Abancay. Allí, en la puerta, tuvo lugar la memorable trompeadera entre “Cachuso” Durand, quien trabajaba en La Prensa como “auxiliar” de Alfonso Grados, y el futbolista del Chalaco, Carlos Torres. Las “chalacas” volaban por el aire, los pugilistas parecían catapultados… Fue un honroso empate entre dos “bravos» de la época.

La competencia entre los centros nocturnos era implacable. Unos cerraban y otros abrían. En “El Pingüino”, un periodista de pluma temible y de mil y un trajines por diversos medios de comunicación, hacía malabares para conservar el negocio en su condición de Gerente General. Se trataba de Amadeo Grados Penalillo, luego columnista político de La Crónica y Presidente del Directorio de la Agencia de Noticias Andina, del Sistema Nacional de Comunicación Social. Al cabo de dos años, recuerda Monteverde, decidieron cerrar el centro nocturno. La fecha casi coincidió con el cierre de la compañía de revistas, allá por 1958.

En la década del 60, las boites sobrevivientes recibirían a una nueva pléyade de figuras extranjeras, principalmente cubanas y chilenas. Reinas de la noche de entonces serían Bárbara Codina –con su interpretación de “Háblame”, del compositor mexicano Paco Michel–, Gaby Nelson, “Pitica” e Isabel Ubilla, Wanda Derval, Salomé y sus danzas empapadas de alcohol en el “Pigalle”, de Lince, cuya animadora era Tamara Brown, Jadith Nelson y Janet Allasio quienes bailaban en puntas de pie, etc. Ellas alternaron con el transformista cubano Rubén Duval y figuras nacionales como las hermanitas Ortiz, la morena Saba, Lucy del Mar. Las orquestas de Freddy Roland y Charles Rodríguez, así como el trompetista Willy Marambio, estaban de moda.

El “Embassy” comenzó a languidecer, mientras que el “Grill Bolívar” mantuvo –hasta 1965– como el mejor centro nocturno de Lima y también el lugar obligado donde los jóvenes de Lima acostumbraban bailar y declararse a sus enamoradas. Aún no asomaban las discotecas.

Lo demás fue historia más reciente y conocida. Boites que sobrevivieron como “La Fontana” y el “Pigalle”, así como el “Tabarís” de La Colmena, no eran ni pálido reflejo de lo que fue la vida nocturna de Lima. En los 80s y 90s la crisis económica también llegó a la farándula y el pobre parroquiano que por allí aparecía resultaba vorazmente esquilmado. Mientras los músicos desafinaban, sanguijuelas que nada o muy poco tenían de bailarinas tropicales y sí mucho del oficio más antiguo del mundo, ploriferaban y se refugiaban, grotescamente pintarrajeadas, en esos ambientes. La vida nocturna, la diversión, se desplazó a Miraflores, a los café-teatros. Era otro mundo.

El Bar/boite «Negro Negro» estaba ubicado en los portales de la Plaza San Martín y al otro extremo se encontraba el «Embassy» que era un cabaret de mejor categoría y donde se presentaba a menudo la vedette cubana Blanquita Amaro. Al otro lado estaba el Grill Bolívar que ya era el «top» de los cabarets de esa época. El «Negro Negro» era un escenario de segunda clase y no tan exclusivo como los otros dos.

One Comment

  1. 𝕲𝖊𝖔𝖗𝖌𝖊 𝕮 𝕮𝖔𝖘𝖈𝖎𝖆

    Tratare de redondear el Paseo Historico del genial Arkivirtuoso ‘Huaroto’ con un quizas ultimo intento publicitario de Guido Mpnteverde en 1971, – relacionado al ambiente de Cabarets y Boites -… por semanas promociono y luego publicó entrevistas a una rubia Bailarina Norteamericana cuyo , hook/gancho, era su ‘ Show Deshabille ‘, bailes calientes en prendas casuales de negligee con posterior desnudo.. PERO ademas tenia un secreto que fue la comidilla de una aun cucufata Lima… El nombre de la Vedette era Jennifer Fox, muy conocida en el circuito de Cabarets de Las Vegas USA.. y cual era su ;secreto;??? (que fue revelado en el diario Ultima Hora) Busquen un traductor amigo que ahi mando el FLASH .

    Another internationally renowned transgender entertainer who worked Las Vegas was Jennifer Fox, who underwent genital surgery in 1968. Fox opened at the Gay 90s Club in North Las Vegas on October 5, 1970. The advertisements were sensational and exploited Jennifer’s surgery—which was a marketing ploy Fox herself approved: «I didn’t let the public know about it at first. I continued to build my name as a stripper. … We decided to advertise [my surgery] as a special attraction. And it worked. It’s been good for business.»

    https://arkivperu.com/wp-content/uploads/2025/02/gay90.jpg

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